CUANDO LA QUEJA ES SANADORA
¡No te quejes tanto!, es que estás todo el día quejándote, deja de quejarte… Seguro que estas frases te resultan familiares. Es posible que las uses habitualmente porque no te gusta que la gente de tu entorno se lamente o puede ser que las oigas frecuentemente porque eres tú el que se queja demasiado.
Creo que todos estaríamos de acuerdo en pensar que la queja no es buena, que no ayuda a que las cosas se arreglen y que por lo tanto no sirve para nada. Bueno sí, para contagiar el mal rollo a los demás. Así pues, parece que quejarse es inútil, que no hace que los problemas se solucionen y que además afecta en el estado de ánimo tanto del que se queja o como del que escucha. Pero seamos sinceros, ¿qué es lo que tanto nos molesta de la queja? En el fondo, creo que a nadie nos gusta oír cosas desagradables, no nos sentimos cómodos con el malestar ni propio ni ajeno, pero mucho menos con el ajeno. Porque si no me pasa a mí, es como si no existiera. En mi opinión, detrás del rechazo frontal a la queja hay una parte de egoísmo y poca empatía. En la mayoría de las ocasiones no estamos dispuestos a que nos saquen de nuestra rutina en la que las cosas están en su sitio para escuchar lamentos o lloriqueos que no conducen a nada.
En estos casos, lo que nos han enseñado (las redes están llenas de consejos happys tipo: “piensa en positivo”, “mira el lado bueno de las cosas”…) es a decirle al quejoso que tiene que pensar en que tiene que dejar de hacerlo y ser más positivo porque el estado de ánimo se contagia de nuestra forma de ver la vida.
Pero sinceramente, creo que la queja está infravalorada y que no se la trata como se debería. No me refiero al lloriqueo constante que algunas personas emplean en su día a día como una forma, ya innata, de comunicarse. Me refiero a la queja de aquellos que lo están pasando mal. Tenemos que ser honestos y decirlo (escribirlo) claramente, hay personas que sufren. Algunas por temas realmente importantes y graves, otras por cosas menos graves, pero no por ello menos molestas o dolorosas. Y en ambos casos, quejarse es bueno. Como dice Kathryn J. Norlock la queja puede hacer consciente al sufrimiento compartido y tiene una función social propiciando la solidaridad afectiva y mejorando la soledad.
Si pudiéramos entender la queja como una manera de buscar compasión en el otro, de compartir lo que nos pasa, de obtener en el otro la atención que necesitamos, podríamos quejarnos sin sentirnos culpables. Si pudiéramos mirar con serenidad al que comparte su malestar con nosotros, quizá podríamos devolverle con esa mirada la tranquilidad de saber que, pase lo que pase, siempre va a tener a alguien con el que desahogarse cuando lo necesite.
Y lo cierto es, que está en nuestras manos hacer de la queja un intercambio compasivo en el que sentirnos acompañados cuando las cosas no van como nos gustaría.
Sara Cantavella, psicóloga de Camins